Gratitud y misión

Mi vocación misionera y mi entrega al Señor crecieron juntas y se sellaron con mi ingreso como Franciscana Misionera de María el 8 de diciembre de 1952.

En 1960 fui designada para ir a la misión en Birmania, hoy Myanmar. Fue una gran alegría para mí. Mi destino fue Kemandire-Rangoon, donde teníamos una leprosería con 500 enfermos y un hospital para enfermos incurables con 220 pacientes. Fue allí donde me enviaron.

La mayoría de los enfermos no tenían familia ni amigos, ya que casi todos procedían de China o India. Fue una gran experiencia para mí. En lugar de medicinas, estos enfermos necesitaban amor, dedicación y oración. Solo unos pocos eran cristianos.

En ese momento pensamos que nuestro destino sería para siempre, pero el Señor tenía otros planes. Con mucho dolor tuvimos que dejar a los enfermos. A partir de 1966, el gobierno no otorgó visas a ninguno de los misioneros que llegaron después de la independencia del país en 1948. Fue muy duro porque casi todas las misioneras estábamos en ese grupo.

En 1968 fui enviada a Pakistán para trabajar en un hospital de enfermos incurables que había abierto sus puertas hacía 4 años, fundado por el sacerdote irlandés Francis O’Leary y nuestra hermana María Dolores de la Peña. Era un hospital-hospicio solo para pobres e incurables. Comenzaron con 50 pacientes y más tarde también abrieron una sección para niños con capacidad para 30, muchos de ellos pobres e incurables con distintas discapacidades. En aquellos tiempos, muchos habían quedado paralíticos a causa de la poliomielitis. Hoy hay menos afectados, pero aún hay quienes padecen la enfermedad porque, aunque la vacuna es obligatoria, las familias tienen miedo y no permiten que se la pongan a sus hijos.

La mayoría de esta población era musulmana. Nunca les preguntábamos por su religión, los aceptábamos sabiendo que eran pobres. Muchos morían sin que nadie preguntara por ellos. Nunca tuvimos problemas a causa de la religión. Siempre celebrábamos sus festividades y ellos las nuestras.

Los principios fueron difíciles porque no teníamos dinero, pero el Señor nos ayudó de mil maneras. A veces la hermana a cargo llegaba diciendo que para el día siguiente no había nada para dar de comer a los enfermos, pero en ese momento sonaba un timbre y llegaba un matrimonio con el coche lleno de comida. Otras veces (y sucedió muchas veces) un enfermo necesitaba medias (que eran caras y no había), pero poco tiempo después una señora se presentaba con un paquete de medias que le sobraban, justo lo que el enfermo necesitaba. Estos no son casos aislados, los días transcurrían así. Había un grupo de señoras, la mayoría esposas de diplomáticos, que querían ayudar y lo hacían de mil maneras. Pasamos muchos momentos en la capilla junto al Señor agradeciéndole.

Para mí, fue una experiencia muy enriquecedora vivir allí todos estos años. Constantemente, nuestra oración era de acción de gracias. Él nunca nos soltó la mano y nunca nos faltó nada. Pasamos muchos momentos juntos con el Señor agradeciendo su generosidad y amor.

Hoy en día, el hospital sigue igual, solo que tuvimos que dejarlo en manos de otras religiosas debido a la falta de suficientes enfermeras. Además, teníamos una clínica para enfermos de cualquier enfermedad, que venían diariamente al dispensario donde una doctora les examinaba y prescribía medicamentos. Estos pacientes pagaban lo que podían, y muchos de ellos no podían. Cada día atendíamos entre 100 y 150 pacientes. ¿Cómo no agradecer y ofrecer, al final del día, todo lo que el Señor había hecho a través de nosotros? Nuestra oración común, la mayor parte del tiempo, era de agradecimiento.

Todo mi tiempo fue para el Señor, por amor. Mi misión pertenece al Señor. Ahora que he tenido que dejarla, no ha terminado. En mi oración siempre estaré agradecida por ella.

Pilar Uribarrena f.m.m.